martes, 3 de abril de 2007

PALOMO Y CIGÜEÑA ( II )

A Pete, por la genealogía.
A Fabián, que pasa por horas bajas.
Y, siempre sonriendo, al que ocupó el lugar de Faria, que encuentre de nuevo la salida del Castillo de If.

Don Hortensio se sentía muy feliz con su nueva capacidad para comunicarse con las hadas. Ahora sabía de palabras de hadas buenas, de hadas malas, de hadas traviesas y de hadas especiales. Pero eso ya lo contaré otro día. El hacer nuevos amigos, y el tomar bebidas espirituosas con su vecino, le hizo entender que él realmente no tenía alas escondidas en la espalda, y que los claveles de su pelo no eran más que rizos rebeldes que con los años peinaron canas. Pero el brillo de los ojos persistía, y la estrella de su pecho era cegadora. Si señor, era especial este Don Hortensio.

Nació en un pueblo chiquitito, y muy de pueblo. Hay pueblos que ni son chiquititos ni son de pueblo. El pueblo que refiero es de los que no pasan coches y la gente se sienta a la fresca a celebrar corrillos, no saben casi de ondas hertzianas y van todos juntos a los sepelios.

La madre de Don Hortensio era una señora-mujer-temerosa-de-Dios-y-cargada-de-culpas, que ni eran de ella, ni deberían haberle pesado nunca. Pero hay vergüenzas que ahogan, y al paso de los años, hasta se olvida el motivo. Esto pasa en los pueblos chiquititos y muy de pueblo.

La madre de la madre, y abuela de Don Hortensio, Doña Enebra Orejatiesa, contrajo matrimonio, un poco a empujones, con Don Narciso Veracruz, el último de una estirpe de alcaldes elegidos a dedo. Don Narciso tenía afición por los vegetales, y así se cuidaba él de la huerta y entrepierna de un sinfín de jardines (no más de cincuenta) de la localidad. A Doña Enebra le daba un poco igual, que mientras atendiera otros latifundios, al suyo lo dejaba quieto. Pero como matrimonio cristiano y devoto, había que llevar a la exaltación vital del órgano el malestar de la convivencia y de ello sacar en claro un hijo. Al no nacer varón, sino hembra, Don Narciso perdió todo interés por la familia, y como entretenimiento, dejose llevar por los placeres de la carne, siempre y cuando no fuese carne de su santa esposa pudiendo ser carne ajena. Pero el escándalo estalló cuando fue sorprendido vestido en casa de Don Lirio Flordelis, capellán de la iglesia, con las enaguas de mudar de Doña Enebra, en postura extraña y agitando los brazos.

Doña Enebra no es que pasara demasiada vergüenza: lo veía venir. Conocía de las extravagancias de su esposo, pero no le gustó que se dijese que además de palomo, agitaba las alas como las cigüeñas.
Y como el pueblo muy pueblo tampoco era de su agrado, se compró unas enaguas nuevas y huyó a la capital. Se puso a servir en casa de Don Teleteclo Afflelou, afamado óptico y astrónomo. Jamás se le quemaba un guiso y mantenía relucientes las ollas.
Se rumorea que entre puchero y retirada de mesa, exaltaban con mucha pericia la vitalidad del órgano, y sin molestia de convivencia. Fíjense que cosas.

El pobre bebé no cabía en la vida de nadie. Doña Enebra lo dejó en manos de Margarita la del hostal, capacitada ama de cría, con la intención de no volver a por la criatura.
Margarita era hija de Doña Ascensión, ex-puta y ex-misionera por este orden, y se le llenó la cara de pena y el corazón de avaricia. Le propuso un trato a Don Narciso: que el siguiera dándose alegría y buenos momentos en las tetas de Margarita, y ella recibiría un estipendio por la crianza y gloria de la bebita. A él le encantaban las tetas. Dijo que si.

El bebé se fue criando bien, pero le faltaba un poquitito de amor. Llegada a la adolescencia, empezaron a llamarla, en vez de esa, Gabriela.
Como Gabriela estaba desamparada, era muy fácil de engañar. La preñó un viajante que le dijo que la quería. Ella le preguntó quererme para qué y el dijo bueh, también tienes razón. Gabriela no ocultó el embarazo. Tampoco sabía lo que era. Doña Ascensión la torturaba diciendo que el niño le saldría como su ya difunto padre: palomo y cigüeña. Ella no entendía mucho que quería decir eso, pero le daba tan gran susto que no podía dormir por las noches. Y llegó el parto. Ella pensaba que se partía por dentro, que tenía un cagarro atravesado. Y no. Alumbró a un chiquito muy flaquito y silencioso. De tan flaquito que los omóplatos parecían alas. Ya le salió monstruo. Palomo y cigüeña.

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